EL
CULTO CRISTIANO
EL CULTO PRIMITIVO: SUS ORÍGENES Y DESARROLLO
El culto consiste en nuestras palabras y
acciones. Es la expresión externa de
nuestro homenaje y adoración, cuando estamos reunidos en la presencia de
Dios. Estas palabras y acciones están
gobernadas por dos cosas: nuestro conocimiento del Dios a quien adoramos, y los
recursos humanos que somos capaces de aportar a ese culto. El culto cristiano se diferencia de todos los
demás cultos en que se dirige al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Su desarrollo es peculiar porque el Espíritu
Santo ha estado con y en la Iglesia para aconsejarla y dirigirla desde el día
de Pentecostés. Esto es lo que da al
enfoque histórico del culto su validez peculiar e importancia práctica.
1.
ORÍGENES
El
Nuevo Testamento había sido ya redactado antes que el culto cristiano alcanzara
su pleno desarrollo, pero no nos deja sin un testimonio claro. El libro de los Hechos retrata la vida
primitiva de la Iglesia, y las epístolas y el Apocalipsis añaden mayores detalles. Cuatro cosas sobresalen. Primera, que por lo menos por algún tiempo
los cristianos continuaron participando del culto en las sinagogas y en el
Templo. Segunda, que compartían
frecuentemente una comida común conocida como el ágape o fiesta de amor. Tercera, que usualmente al finalizar el
ágape, y a veces aparte del mismo, celebraban la eucaristía en obediencia al
mandamiento de nuestro Señor dado en la última cena. Cuarta, que esta acción era seguida a menudo
de profecías o discursos en lenguas, un ejercicio extático para el que algunos
tenía dones especiales, pero que debía ser cuidadosamente controlado, como
puede verse de la admoniciones de San Pablo al respecto. En una época relativamente temprana, aproximadamente
la mitad del segundo siglo, los elementos segundo y cuarto desaparecieron de la
corriente principal del culto cristiano.
Por consiguiente, no hace falta que nos ocupemos con ellos. Nos reduciremos a prestar atención a los dos
elementos permanentes que derivan respectivamente de la Sinagoga y del Aposento
Alto.
La
lectura y exposición de las Sagradas Escrituras en un ambiente de alabanza y
oración han constituido desde el principio uno de los elementos esenciales del
culto cristiano. Esta es una herencia
directa de la Sinagoga Judía,
Nuestro
Señor mismo, “como era su costumbre”, había participado regularmente del culto
de las sinagogas: San Pablo siempre iba a la sinagoga como primera cosa cuando
llegaba a una nueva ciudad; los cristianos de origen judío amaban la sinagoga y
sus costumbres, donde habían adorado y habían recibido su educación desde
temprana niñez. Por lo tanto, era de
esperarse que, cuando los cristianos fueran expulsados de las sinagogas, su
culto siguiera líneas similares y contuviera muchos de los mismos elementos.
Por
el contrario, el culto del Templo dejó pocas huellas sobre el culto cristiano,
y esto así principalmente por dos razones.
Primera, porque la gran mayoría de los judíos de la Dispersión nunca
habían visto el culto del Templo y, aún en Palestina, el verdadero hogar del
culto judío en el tiempo de nuestro Señor se encontraba en las sinagogas;
mientras que para los cristianos de origen pagano poco significaba el templo y
su culto. En segundo lugar, porque cuarenta
años después de la muerte de nuestro Señor, el Templo fue destruido por los
romanos para no ser reconstruido nunca más, las sinagogas permanecieron.
El
origen de la sinagoga es oscuro, pero se sabe que se desarrolló en la
Dispersión. Para preservar su vida
distintiva y para darle continuidad, los judíos necesitaban, como pueblo, tener
acceso constante a sus libros sagrados.
La institución de la sinagoga surgió de esta necesidad, hasta que en la
época de nuestro Señor existía por lo menos una sinagoga en el centro de cada
comunidad considerable de judíos, desde Persia hasta los límites más
occidentales del Imperio Romano.
El
propósito primario de la sinagoga era el de capacitar a los hombres para
escuchar la Ley leída y expuesta. El
acto central de su culto era, por consiguiente, la lectura de la Ley, primero
en hebreo, luego en la lengua común acompañada de una exposición. Alrededor de esto se reunieron cantos y
oraciones en forma natural e inevitable.
Para
la alabanza, se usaban los antiguos salmos y se compusieron nuevos. Las oraciones tenían una forma tal que todos
podían tomar parte en su recitado y, aunque no fueron puestas por escrito hasta
probablemente el siglo cuarto o quinto de nuestra era, en la época de nuestro
Señor parece que tanto en forma como su contenido estaban ya prescritos y eran
transmitidos por la tradición oral. Para
esa época también se incluía en los servicios de la sinagoga lecturas de los
libros proféticos, que dos siglos antes habían sido incluidos en el canon de
las escrituras judías. El cristianismo
heredó todo esto del antiguo judaísmo.
Pero
el culto cristiano no era una copia exacta del culto de la sinagoga. Había un énfasis y un contenido nuevos de
acuerdo con la nueva revelación y para expresar el nuevo espíritu. El centro de interés pasó de la Ley a los
libros proféticos. Pronto, aunque
pasaría más de un siglo antes que el canon quedara determinado, también las
escrituras cristianas comenzaron a tomar formar, incluyendo las cartas y
memorias de los apóstoles y otros, colecciones de los dichos y los hechos de
nuestro Señor, y finalmente al Apocalipsis.
Estas nuevas escrituras pronto tuvieron precedencia sobre las antiguas,
asignándosele el lugar más elevado a los evangelios, que Orígenes describió como “la corona de toda la
Escritura”. Los cristianos siguieron
empleando los Salmos en su culto de la manera que habían acostumbrado en las
sinagogas, pero también comenzaron a componer himnos propios. También sus oraciones, aunque emparentadas
con la forma de las de la sinagoga de manera que todos pudieran participar de
las mismas, pronto sufrieron una evolución separada, hasta dar origen a un
nuevo cuerpo de devoción, apto para expresar el culto de quienes habían venido
a conocer a Dios tal como se revela en Jesucristo.
A
todo esto, los cristianos primitivos añadieron otro elemento derivado
directamente de nuestro Señor, la perpetuación en oración y comunión
sacramental de la experiencia del Aposento Alto. Más de lo que podían hacerlo las palabras,
esta acción santa recordaba lo que nuestro Señor había hecho y subrayaba la
conciencia suprema de su presencia viviente que les acompañaba. La experiencia estaba cargada son el poder de
la resurrección; y , en obediencia a la exhortación apostólica, pronto se hizo
costumbre la celebración de la Cena del Señor en el primer día de la semana, al
rayar el alba, en la hora en que él se les revelara, como hora del culto. El día del Señor no era el viernes, el día de
su muerte, sino el domingo, el día de su
resurrección; y a ese día pertenecía su
más exaltado acto de culto, en el que exhibían victoriosamente su muerte en la
eucarística, mientras que él mismo, su
Señor resucitado, estaba presente entre ellos.
No tenían ninguna teoría de la
presencia de nuestro Señor en el sacramento tal como las que vendrían a dividir
la Iglesia en días sucesivos, pero la conocían como un hecho de la experiencia
espiritual, como una realidad vida.
Reuniendo,
entonces, las referencias al culto que aparecen en el Nuevo Testamento a la luz
de la historia posterior – un procedimiento razonable puesto que la historia es
continua – llegamos a algo semejante a lo que sigue hacia fines del primer
siglo:
Primero,
lo que surgió de la sinagoga: lecciones de las nos (1Co. 14:26; Ef. 5:19; Col.
3:16); oraciones en común Escrituras (1Ti. 4:13; 1Ts. 5:27; Col. 4:16); salmos
e himnos ( Hch. 2:42; 1Ti. 2:1-2) y amenes de la congregación (1Co. 14:16); un
sermón o exposición (1Co. 14:26; Hch. 20:7); una confesión de fe, aunque no
necesariamente la recitación formal de un credo (1Co. 15:1-4;1Ti. 6:12); y tal
vez ofrendas (1Co. 16:1-2, 2Co. 9:10-13; Ro. 15:26).
Segundo,
comúnmente junto con lo anterior, la celebración de la Cena del Señor, derivada
de la experiencia del aposento alto (1Co. 10:16; 11:23; Mt. 26:26-28; Mc. 14:22-24; Lc.
22:19-20). La
oración de consagración incluiría acción de gracias (Lc. 22:19; 1Co. 11:23, 25,
26), intercesión (Jn. 17), y tal vez el recitado de la oración del Señor (Mt.
6:9-13; Lc. 11:2-4). Es probable que en
esta parte del servicio hubiera cantos, y el ósculo santo (Ro.16:16; 1Co.
16:20; 1Ts.5:26; 1P.5:14). Los hombres y
las mujeres estaban separados como en las sinagogas; los hombres a cabeza
descubierta y las mujeres veladas (1Co. 11:6-7). La actitud para la oración era ponerse de pie
(Fil. 1:27; Ef. 6:14; 1Ti.2:8).
De
esta manera el culto cristiano, como
cosa distintiva e indígena, nació de la fusión de la sinagoga y el
Aposento Alto, en el crisol de la experiencia cristiana. Así fundidos, cada uno completando y
estimulando al otro, se convirtieron en la norma del culto cristiano. El culto cristiano halló otras formas de
expresión, pero estas pertenecen a la periferia y no al centro. El culto típico de la Iglesia se puede
encontrar hasta el día de hoy en la unión del culto de la Sinagoga y la
experiencia sacramental del Aposento Alto; y esa unión data de los tiempos del
Nuevo Testamento.
2. LA KIDDUSH Y LA ÚLTIMA CENA
El
mismo origen de la Última Cena es una cuestión que podemos considerar aquí con
provecho. Hasta recientemente el
concepto tradicional era que la Última Cena había sido la Pascua, celebrada por
nuestro Señor con sus discípulos por última vez en la noche de su
traición. Pero la evidencia ha sido
reexaminada, y se ha propuesto otro concepto que actualmente goza de mayor
aceptación como el que mejor explica los hechos.
Puede
ser resumido de la siguiente forma. Se
sostiene que la Última Cena deriva de un sencillo refrigerio compartido
semanalmente por pequeños grupos de hombre judíos, muy a menudo por un rabino y
sus discípulos. Su propósito era
preparar para el sabat o para un festival, y tenía un carácter religioso. Consistía en una plática religiosa seguida
por una sencilla comida de pan común y vino mezclado con agua, pasando la copa
de uno a otro, y por oraciones. Esta
comida era conocida como la Kiddush, y se la observaba comúnmente en
círculos piadosos de entonces, especialmente en círculos mesiánicos. Es casi
seguro que nuestro Señor y sus discípulos estaban acostumbrados a participar de
esta comida de comunión en la víspera de cada sabat y festival: por
consiguiente, la “última cena” fue la última de estas comidas que compartieron.
Al
examinar los relatos, encontramos muchas indicaciones de que aquí tenemos el
origen de la Última Cena.
Si
la Pascua había comenzado en “la noche en que él fue entregado”, nuestro Señor
no haría podido ser juzgado y ejecutado ese mismo día, porque era contra la ley de los judíos celebrar un
juicio o una ejecución durante la Pascua.
Pero la Última Cene tuvo lugar, de acuerdo al cómputo judío, en el mismo
día de los juicios y la crucifixión.
Esto basta para probar que lo que nuestro Señor compartió con sus
discípulos fue una comida prepascual, y no la correspondiente a la Pascua; aunque estando estrechamente
asociada con la Pascua como una parte normal de su celebración, no es irregular
que se la denomine la “Pascua”en los relatos de los evangelios: para un lector
judío sería muy claro que se significaba de esa manera.
Más
aun, el carácter de la Última Cena era fundamentalmente diferente del de la
Pascua. La Pascua era un festival
estrictamente familiar; la Kiddush siempre era observada por un grupo de amigos
masculinos. Durante la Pascua se ofrecía
un cordero pascual; esto falta en la Última Cena, pesa a que era esencial para
la Pascua. Para ésta se exigía pan sin
levadura; pero en la Kiddush se empleaba siempre pan común leudado y todos los
relatos señalan específicamente que en la Última Cena se empleó pan común. En la Pascua se usaban varias copas; en la
Última Cena, como en la Kiddush, sólo hubo una copa. Durante la Pascua se leía invariablemente el
pasaje que narra el éxodo de Egipto; no hay mención alguna de que talcosa se
hubiera hecho en la Última Cena.
Hay
otro punto relativo a la historia ulterior de la eucaristía que puede
mencionarse también. Desde el comienzo la Cena del Señor fue celebrada con
frecuencia y una celebración semanal pronto se convirtió en la práctica
aceptada. La Kiddush también era
celebrada semanalmente, pero la Pascua sólo una vez al año. Sin embargo, su costumbre subsecuente
muestra claramente que los discípulos
comprendieron de las palabras y acciones de nuestro Señor que debían celebrar
la eucaristía con frecuencia; esto hubiera sido improbable si la Última Cena
hubiera sido la Pascua anual y no la Kiddush semanal.
Para
concluir, puede notarse que el vino de la Kiddush se mezclaba con agua conforme
a la moda oriental común; y tal ha sido, aparte de la Iglesia Armeniana, la
práctica universal de la Iglesia al celebrar la eucaristía.
Estos
puntos, por sí y en conjunto, demuestran en forma concluyente que la Última
Cena deriva de la Kiddush.
3.
La edad subapostólica
EL
CULTO MEDIEVAL
La fuente más
importante de información sobre el culto medieval la constituyen los diversos
libros litúrgicos que hubo en uso tanto
en el oriente como en el occidente.
Estos fueron compilados para lograr diferentes propósitos y han llegado
a nosotros desde distintas épocas. Si el
lector de la misma tenía que leer un pasaje del Antiguo Testamento, o del libro
de los Hechos, o de las epístolas, o del Apocalipsis, recurría al Epistolarium;
si otro debía leer la lección correspondiente de los Evangelios, tenia el Evangelarium
a mano; o bien pudiera ser que el Liber
Comitis estuviese disponible para ambos tipos de lectura. El sacerdote usaba su Sacramentarium,
aún cuando el mismo contenía todavía fórmulas para ritos que a través del
tiempo habían pasado a ser privativas
del obispo, conteniendo también los formularios usados por el sacerdote en los
bautismos, matrimonios, visitas a los
enfermos y entierros, formularios estos que fueron más tarde reunidos en tomos
separados conocidos como Manuale, el Rituale o el Sacramentale.
El Kalendarium indicaba el advenimiento de las festividades y el Martyrologium
el de los días consagrados a la memoria de los santos y de los mártires. El Ordinale
guiaba al clero en la conducción del culto mientras que el Compotus
les ayudaba a calcular la fecha en que caía la Pascua de Resurrección. De uso más frecuente eran el Psalterium
para el recitado del oficio diario, y el Sermologus y el Homilarium,
libros que ayudaban al predicador en la preparación de su sermón semanal para
la instrucción de los fieles.
El libro litúrgico
de los primeros años de este periodo indicaba el modo peculiar en que cada
distrito llevara a cabo su culto. Las
variaciones eran frecuentes y no había un rito uniforme que fuese seguido
consistentemente en amplias zonas geográficas.
Gradualmente, empero, las formulaciones locales fueron cediendo ante los
usos más ampliamente aceptados, y la uniformidad fue creciendo.
Bajo Carlomagno, la
iglesia de Galia adoptó la liturgia romana, pero incorporó a la misma elementos
peculiares a las liturgias galas; más tarde este amalgama romano – gala
desalojó a la liturgia que se usaba en la misma Roma. De esta combinación, el Sacramentario
Gelasiano que procede del siglo siete, es el mejor exponente. El Antifonario de Bangor, de Irlanda (680-691) preserva el oficio
coral de la iglesia celta. En Inglaterra
el Orden Litúrgico de Sarum (Salisbury)
llegó a ser de importancia. El rito
romano seguido en la catedral fue modificado durante la Edad Media y para el
año 1457 ya casi todo el país había adoptado el orden del culto en uso en
Salisbury. En 1549 los reformadores lo
adoptaron en gran medida para compilar
el Primer Libro de Oración común de Eduardo VI.
En el prefacio a éste, dicho orden de Salisbury es descrito como una
formulación “local”para cuyo reemplazo se había diseñado el nuevo libro.
En el oriente se
usaba el Euchologion; el mismo contenía el texto de los tres ritos
eucarísticos: el de San Crisóstomo, el de San Basilio, y el de la Liturgia del
Presantificado, con las partes invariables del oficio, y las oraciones usadas
en la celebración de los sacramentos. El
más antiguo manuscrito del mismo, el Codez Barberinus, se originó
probablemente en el siglo octavo. En el
oriente los ritos rápidamente se hicieron uniformes y los textos litúrgicos
homogéneos.
El centro del culto
era la Eucaristía y aquí también la tendencia general se movía hacia la
uniformidad. La tradición oriental, ya
fijada en lo esencial antes del fin del siglo cuarto, estaba basada en el rito
de la iglesia de Jerusalén con algunas modificaciones introducidas desde
Bizancio, rito que Constantinopla había tratado de forzar sobre todas las
iglesias sujetas al edicto imperial. Los
cambios considerables que habían sido característicos del oriente antes del
siglo siete cesaron para el noveno, época en que la liturgia oriental quedó
estereotipada.
El rito occidental
de la Eucaristía se componía de elementos romanos y galos; el rito oriental era
el de la liturgia bizantina. Algunas
diferencias entre ambos son notables. El culto comenzaba en el oriente con la Prothesis,
a saber, las devociones preparatorias y el vestirse de los ministros, el
lavamiento de manos, la preparación de las obligaciones (en especial el corte
del pan), el incensamiento de la iglesia y la bendición pronunciada por el
sacerdote puesto en pie ante la mesa.
Las preparaciones eran seguidas por letanías, antífonas y oraciones,
elementos que en forma conjunta recibían el nombre de Enarxis. A esta altura del culto comenzaba la Liturgia
de los Catecúmenos con la procesión hacia la mesa portando el libro de los
Evangelios, y con el cántico de himnos que concluía con el Trisagio. En el occidente, empero, el culto comenzaba
con la Misa de los Catecúmenos, la que hasta el siglo dieciséis incluyó
el recitado ante el altar del Salmo 43, la confesión mutua, y oraciones. Posteriormente en el occidente, estos actos
no fueron considerador como parte de la misa, la que comenzaba propiamente con
el Kyrie, una letanía oriental que sobrevivió en sus tres respuestas Kyrie,
Eleison, y con el Gloria, un salmo privado oriental usado a partir
del siglo cuarto. Las
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